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Jorge Alberto Gudiño Hernández

16/04/2016 - 12:00 am

Fascinación tardía por las mandarinas

Localizo el punto donde se unía la rama al fruto. Inserto el dedo. El pulgar. Con la fuerza suficiente para reventar la cáscara pero evitando que lastime el interior. Lo consigo. Más que un hoyo es una hendidura, una pausa sobre la superficie brillante. Es la puerta de entrada a un proceso casi hipnótico. Voy […]

Me doy cuenta de que comer mandarinas es mucho más difícil ahora que entonces. También más fascinante. Tanto, que percibo el entusiasmo que me depara una segunda mandarina intacta, a la espera de participar del ritual. Foto: Shuterstock
Me doy cuenta de que comer mandarinas es mucho más difícil ahora que entonces. También más fascinante. Tanto, que percibo el entusiasmo que me depara una segunda mandarina intacta, a la espera de participar del ritual. Foto: Shuterstock

Localizo el punto donde se unía la rama al fruto. Inserto el dedo. El pulgar. Con la fuerza suficiente para reventar la cáscara pero evitando que lastime el interior. Lo consigo. Más que un hoyo es una hendidura, una pausa sobre la superficie brillante. Es la puerta de entrada a un proceso casi hipnótico. Voy retirando la cáscara conforme una fragancia me rodea, teniendo el efecto evocador por todos conocido.

Entonces, hace muchos años, el inicio era muy diferente. No palpaba la fruta, no sopesaba sus posibilidades ni sabía distinguir con el tacto las promesas por cumplirse. Una piel rugosa era lo mismo que otra más lisa, menos gruesa. El inicio del proceso tampoco era sencillo. Recuerdo ocasiones en que me debía ayudar con los dientes para crear esa primera grieta.

Retiro por completo la cáscara. En muchos fragmentos. Mientras esto escribo, me llega una imagen que no puedo reconocer como falsa, tampoco como cierta: es una cáscara completa. No se malentienda. No es sólo la cobertura vaciada que conserva la forma original. Es, mejor, una sábana arrugada y rota en una sola pieza. La duda epistemológica es que no consigo asociar la imagen con el recuerdo. Nunca he sido obsesivo. Al menos no al grado de pelearme con una mandarina y su cáscara. Cuando niños, jugábamos con esos extraños dulces que tenían una pasa en su interior. Ganaba quien conseguía chuparlos sin morder la pasita. Era otra forma de pelar, supongo. Yo siempre claudicaba. Mordía el caramelo o peleaba con la lengua contra la uva avejentada. No, no podría pelear con la cáscara. Tal vez ahora lo intente.

Queda una mandarina blanca, cubierta por una suerte de telaraña densa. Muy diferente a la de mis recuerdos. Entonces, en la infancia, bastaba con deshacerse de la cáscara para separar los gajos y comerlos. Ahora debo emprender una labor casi de orfebre. Desprendo un poco uno de esos pequeños hilillos blancos. Es frágil en exceso. Con paciencia consigo agruparlo con otros más de su especie. Casi podría asegurar que tienen la textura de la gasa. Una retícula delicada que pongo de lado, casi con solemnidad. Confieso que me entusiasma la tarea. El gusto por la minuciosidad se me ha acentuado con los años.

Contemplo la mandarina. La hago girar. Sin cáscara y sin esa retícula ya sólo queda su desnudez. Hasta entonces es que la desgajo. Con método. Primero la parto por la mitad. Luego separo el primero de sus componentes del hemisferio elegido. Me recuerdo niño mordiendo la parte más delgada del gajo. También era la más dura. Lo abría como quien rebela el peinado inexistente bajo una gorra. Sacaba las semillas. No sé qué hacía con ellas. La idea de la mandarina y su consumo la tengo asociada al patio escolar. Tal vez sembré el cemento con infinidad de huesitos sin futuro. Lo lamento. Al menos no hice como otros compañeros que sólo se comían esos pelitos naranjas despeinados.

Ahora meto el gajo entero a la boca. Lo muerdo y localizo las semillas. Las pongo sobre el plato donde acompañarán a la cáscara y a la tela que ya se ha vuelto estopa. Termino con el primer hemisferio y comienzo con el segundo.

Me doy cuenta de que comer mandarinas es mucho más difícil ahora que entonces. También más fascinante. Tanto, que percibo el entusiasmo que me depara una segunda mandarina intacta, a la espera de participar del ritual. Sí, estoy a dieta. Sin embargo, eso no invalida mi fascinación. Mi única esperanza es que esta nueva fruta sea tan dulce como la anterior y, si se puede, intentaré sacar la cáscara completa.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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